Historia Contemporánea de España

El Trienio Liberal

Tras el desmoronamiento del que había sido el poderoso Imperio napoleónico, Fernando VII volvió a España como rey en 1814. Se encontraba este con una España que no había aceptado ni la presencia francesa ni el gobierno de José I. No obstante, un régimen liberal, el de las Cortes de Cádiz, se había instaurado en nombre de la soberanía nacional.

Inaceptable era esto último para Fernando VII y, claro está, para todo el elenco de absolutistas que rodeaban al monarca. Horrorizados todos ellos, la primera experiencia liberal y toda su legislación terminó mediante decreto real. Todo fue enterrado como si nunca hubiera pasado. Pero la realidad es que no todos estaban dispuestos a olvidar lo que habían supuesto aquellos años en Cádiz. Durante los seis años siguientes –el conocido como Sexenio Absolutista–, no fueron pocos los pronunciamientos para reponer la Constitución de 1812, que fue tan deseada como lo había sido Fernando en los años de la guerra. Los liberales eran ahora más numerosos que antes de la llegada de los franceses.

 

Serenos y alegres, valientes y osados…

Al final, en 1820, uno de esos pronunciamientos, el de Riego, acabó por triunfar. No tanto por la astucia y fuerza de tan afamado militar, al cual se le alzó posteriormente a la categoría de héroe nacional, sino más bien por el propio fracaso del absolutismo. Debemos recordar que, antes de la llegada de los franceses, allá por 1808, el absolutismo español se encontraba en crisis. No se trataba únicamente de un problema hacendístico –el cual no se solucionó hasta el reinado de Isabel II-, también tenía niveles sociales y políticos. Un régimen inamovible no podía dar salida a los numerosos cambios que se habían producido en el país. Sea como fuere, la cuestión es que la vuelta del absolutismo fue acompañada de esa misma crisis que había quedado aparcada por la presencia francesa. Comprobemos lo que acaeció hasta el restablecimiento de la Constitución de 1812.

Riego, desde luego, no realizó un pronunciamiento en solitario. Como en los anteriores y fracasados intentos, se contaba con una organización previa, en la cual se englobaba tanto elementos miliares como civiles. Este se gestó, no sin problemas, a lo largo de 1819. El objetivo inicial era que las tropas acantonadas en diversas localidades andaluzas, las cuales debían partir hacia las colonias americanas para recuperar su control –pues estas habían comenzando sendos procesos de independencia-, debían apoyar el levantamiento. Al menos eso era lo que se esperaba, puesto que el descontento entre estos soldados se había acrecentado por el duro destino al que se les enviaba.

Después de diversos abortos, al final se decidió que el pronunciamiento se iniciaría el día de Año Nuevo de 1820. El plan era el siguiente: tres destacamentos, estacionados respectivamente en Cabezas de San Juan, Alcalá de Gazules y Osuna, se levantarían y proclamarían la Constitución de 1812, tras lo cual se dirigirían a Cádiz. Todo salió mal. Por diversos motivos, solo triunfó el levantamiento de las tropas de Riego, quien se dirigió a Cádiz, sin que pudiera entrar en la ciudad. El resultado era que los sublevados contaban con un ejército minúsculo.

El pronunciamiento parecía terminado el mismo día de su nacimiento, aunque prosiguió, pese a que ahora se daba tiempo para que desde Madrid se dieran las órdenes pertinentes para organizar un ejército que acabara, una vez más, con la iniciativa liberal. Riego intentó durante enero y febrero buscar apoyos de forma desesperada por Andalucía. No obtuvo mucho éxito, hasta el punto que sus propios hombres fueron mermando en cantidad. Ya se dirigía a la frontera portuguesa, buscando el exilio, cuando le llegó una inesperada noticia que, posiblemente, ni el mismo podía creerse: Fernando VII había aceptado la Constitución de 1812.

¿Qué había pasado? ¿Acaso un milagro? Ni mucho menos. Riego no triunfó por su pronunciamiento, pero dejó ver la incapacidad del absolutismo para hacerle frente. El ejército enviado contra Riego no es capaz de abrir combate. Durante semanas se dedica a perseguirle. Este hecho prontamente es conocido a lo largo y ancho de España, así que muchos liberales, una buena parte oficiales del ejército, aprovecharon el momento para actuar. A finales de marzo, diversos levantamientos en toda la geografía española proclaman la Constitución gaditana, una amplia mayoría en las capitales de provincia.

¿Qué hacer? Eso es lo que se debían preguntar el rey y la Corte. Ya no poseían nada con lo que frenar las proclamas liberales, que además contaban con efectivos militares. El Consejo de Estado se reunió el 6 de marzo. Allí solo se escucharon los muchos problemas por los que el país atravesaba –incluido el de la Real Hacienda, con una espantosa deuda de más de catorce mil millones de reales-. No cabe duda que nadie de los presentes se debió sorprender antes esto. Lo que se necesitaba eran soluciones. Se recurrió a una de esas ideas de última hora, la de anunciar reformas y la reunión de las Cortes tradicionales por estamentos. Demasiado tarde, todo ello se había prometido en los años anteriores. De ningún modo los liberales aceptarían tales ofrecimientos cuando en realidad ya habían tomado el poder.

Todavía quedaba para Fernando VII resistir y entablar combate contra los sublevados con las tropas que fueran todavía leales a la corona. El conde de La Bisbal, Enrique O’Donell, había sido puesto a la cabeza de dicho ejército, pero fue una mala elección. Este había sido uno de los implicados en la organización del pronunciamiento, aunque posteriormente se hecho atrás por sus dudas, al parecer, ideológicas. Para desgracia del monarca y fortuna de los liberales, parece que se decantó directamente por la instauración de la Constitución, y eso hizo: el 7 de marzo proclamó la deseada Carta Magna en Ocaña. Fernando VII aceptó entonces la Constitución con un emotivo manifiesto que terminaban con las palabras: «Marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias, hagamos admirar y reverenciar el nombre Español, al mismo tiempo que labramos por siglos nuestra felicidad y nuestra gloria».

A estas alturas, solo algunos núcleos del ejército, dispersos por la geografía nacional, intentaban el mantenimiento del régimen absolutista, como en Cádiz, donde se produjo, quizás, el único enfrentamiento de importancia entre absolutistas y constitucionalistas. Los hasta ahora absolutistas rápidamente observaron que solo el cambio de régimen era alternativa para la crisis del Antiguo Régimen.

En los días siguientes, las juntas locales y provinciales conformadas por liberales se hacían cargo de ayuntamientos y diputaciones. El día 9, se creaba la Junta Provisional Consultiva, la cual, como su propio nombre indica, nacía para asesorar al monarca hasta que las Cortes se conformaran de acuerdo a la Constitución. No obstante, ejerció básicamente el poder durante cuatro meses, puesto que Fernando tuvo que aceptar todas las propuestas que emanaron de esta. La primera de ellas, el mismo día que se formó, fue la de nombrar un Gobierno formado por personajes liberales. Se le llamó a este «gobierno de los presidiarios», puesto que casi todos sus miembros habían estado en la cárcel por sus actividades pro liberales. Tanto Junta como Gobierno colaboraron en un mismo sentido en los meses siguientes.

Pese a todo, hubo cierto compromiso entre liberales y miembros procedentes del absolutismo. Por muy poco que les gustara el régimen liberal, estos últimos sabían que el cambio era la única forma de abandonar la crisis, así que prefirieron colaborar y mantenerse, en cierta medida, en el poder. De hecho, la propia Junta –cuya naturaleza es totalmente distinta a la de la Junta Central que se había conformado al inicio de la Guerra de la Independencia– estaba compuesta tanto por unos como por otros. Muchos ya se habían visto las caras durante las Cortes de Cádiz o habían formado parte de la Junta Central. Por tanto, se deja ver que no se quería una ruptura total.

La actuación de la Junta fue la de iniciar la maquinaria para convocar las Cortes, así como la elección de ayuntamientos. Suprimió la Inquisición y restableció las libertades que la Constitución otorgaba, especialmente la libertad de prensa y expresión.

Lo que ocurrió en los meses siguientes fue la eclosión del liberalismo en todo el país, algo que no ocurrió durante el periodo de Cádiz por las circunstancias de dicho momento. Periódicos y debates en cafés se abrieron paso. De gran importancia fue la conformación de las sociedades patrióticas, que nacieron en las principales localidades españolas. Estas actuaron como difusores de las ideas liberales. La gran mayoría editaron periódicos, difundieron panfletos de todo tipo, organizaron debates y, en la gran mayoría de casos, sus miembros se reunían para comentar las noticias de lo que acontecía. Por otra parte, es cierto que, al final, supusieron cierta amenaza para el régimen liberal que se acababa de establecer. ¿Quién podía estar seguro de que, entre café y café, no se conspirara para establecer un liberalismo mucho más radical? Decretos y leyes regularon el establecimiento o cierre de estas sociedades, así como la edición de periódicos.

 

¿Felicidad?

Parecía fácil. Un nuevo orden se había instaurado sin apenas derramamiento de sangre. Parece que nadie se había negado a su establecimiento. Pero, la realidad, es que el silencio no implica su aceptación. A excepción de los grupos liberales, la mayoría intelectuales y burgueses, que participaron en este régimen con desbordante felicidad, el resto de la población se mantuvo entre la indiferencia y la expectación. Desde luego, el pueblo, en su mayor parte, se mostró totalmente pasivo ante lo que sucedía. No entorpecía su labor diaria. A fin de cuentas, el monarca seguía sentado en su trono, a diferencia de lo que sucedió en 1808.

Nobleza e Iglesia no combatieron contra el liberalismo en esta ocasión. Eran conscientes, como se ha dicho, que era la única alternativa de momento. Había que esperar a que las Cortes se reunieran y legislaran. A la nobleza le preocupaba especialmente la abolición de los señoríos, mejor dicho, la posesión de sus tierras. La Iglesia, básicamente, lo mismo –una posible desamortización, ya sufrida en otros momentos del pasado inmediato–. Ambos estamentos eran conscientes de que la legislación gaditana, de haberse puesto en marcha, les habría afectado profundamente. Si se reponía tal cual, rechazarían el liberalismo.

Entre los burgueses, que en principio podríamos considerar dentro del liberalismo, un amplio grupo esperaba poder adquirir tierras. Poco importaban el resto de ideales. Todo se reducía, al final, a una cuestión económica.

De esto podemos deducir que el liberalismo no contaba con una base social sólida. En el momento en el que nobleza y clero muestren un rechazo total, gran parte de la población indiferente se pondrán del lado de estos por los vínculos que durante siglos les había unido. El púlpito, desde luego, fue la principal herramienta para poner a la población en contra de la Constitución.

 

De nuevo las Cortes

El 22 de marzo se convocaba la elección de las Cortes, que se abrieron el 9 de julio. En ese acto el rey juró la Constitución. Esta primera legislatura tuvo como principal misión el desmontaje del Antiguo Régimen. Se tomó como base todo el corpus legal de Cádiz. Se suprimieron mayorazgos y cualquier tipo de vinculación de la propiedad, es decir, la Iglesia era la principal afectada. Todas las propiedades de la Iglesia quedaban desamortizadas, excepto las del clero secular. Las órdenes regulares fueron suprimidas en su mayoría, permitiendo la existencia de aquellas que por razones históricas debieran permanecer y, en todo caso, pasaron a estar reguladas por la ley.

Dicha desamortización –como otras iniciativas parecidas ya iniciadas en tiempos de Carlos IV–iba encaminada a solucionar, ante todo, el problema de la deuda que las Cortes heredaron. En todo caso, lo poco prolongado del Trienio hizo que, pese a que la desamortización se supiera en marcha, no se llevara a cabo en su totalidad.

También se abolió, como no podía ser de otra manera, el régimen señorial –y, lo más importante, se decretó el libre mercado-. Una vez más el problema era si los señoríos eran realmente propiedad de los nobles o, en cambio, solo poseían jurisdicción sobre ellos. Se optó, de nuevo, por solicitar a la nobleza pruebas de la propiedad, lo que abrió sendos procesos judiciales que no llegaron a finalizar, puesto que acabó antes el régimen liberal.

El monarca intentó que buena parte de esta legislación no fuera aprobada. Para ello hizo uso del veto que le otorgaba la Constitución, lo que originó, desde el primer momento, una tensión entre las Cortes y el rey. Desde el principio se observó que la Constitución entregaba al rey unas funciones que este utilizaba contra el propio liberalismo.

La disputa no será solo con el rey, los liberales quedaron prontamente divididos en dos grupos: los moderados o doceañistas, y los exaltados. Los primeros eran, ante todo, gentes procedentes, como su denominación indica, de la época de las Cortes de Cádiz. Así que defendían la herencia de esta y el desarrollo de la Constitución, pero siempre apartándose de propuestas que radicalizaran las reformas que ya se habían realizado durante aquel periodo. En general, la idea de estos era el de un punto intermedio que permitiera la convivencia con las élites que procedían del Antiguo Régimen, tal como declaraba Martínez de la Rosa, Argüelles, Bardají, Toreno entre otros. Algunos de estos, como Martínez de la Rosa, consideraban que se debería modificar la Constitución en dos aspectos: la creación de una segunda Cámara más restringida, así como eliminar todo el elenco de prohibiciones al poder del rey para que este pudiera desarrollar de forma efectiva el poder ejecutivo. Estos últimos se organizaron en la Sociedad Constitucional del Anillo de Oro.

Los exaltados, por su parte, defendían del mismo modo la obra de Cádiz, pero consideraban que había que defender la revolución que se había iniciado con el pronunciamiento de Riego. Creían que el pacto con la antigua élite era más bien traicionar a la nación. Preferían una extensión de la revolución y un acercamiento al pueblo. Tuvieron amplia fuerza entre los jóvenes oficiales, así como en las sociedades patrióticas y periódicos. Entre ellos se encontraba Evaristo San Miguel, Calatrava y Romero Alpuente. Estos estaban en minoría en las Cortes. Los más radicales formaron también una sociedad secreta, Comunería, que optaba por unas reformas mucho más profundas.

Ninguno de los dos grupos era homogéneo como se ha podido observar, ni tampoco existían como grupos políticos. Se trata ante todo de dos tendencias con muchos matices. Desde luego, los moderados eran muchos más que los exaltados, puesto que muchas de las decisiones de las Cortes estuvieron encaminadas a evitar una radicalización de la revolución. En octubre todas las sociedades patrióticas fueron disueltas y se establecía una ley de imprenta que regulaba la libertad de expresión. Del mismo modo, se disolvió el ejército de la Isla, el comandado por Riego, pese a la protesta de este último.

Ante todo, a lo largo del Trienio hubo siempre un tira y afloja por el modo en que debía ser regulada la Milicia Nacional. Esta se había conformado y reglamentado en las Cortes de Cádiz, y se entendía como un cuerpo de ciudadanos civiles armados que debían defender el orden constitucional y, por tanto, la revolución. Desde la proclamación de nuevo de la Constitución en marzo de 1820, las sociedades patrióticas se encargaron de fomentar la creación de estas en sus respectivas localidades, pues esta dependía de los ayuntamientos. En abril de 1820 se dictó ya un nuevo reglamento que frenaba la composición de esta milicia a voluntarios y aquellos que pudieran costearse el armamento. Este fue sustituido poco después, haciendo obligatorio servir en ella, aunque se mantenía el requisito económico. Más y más decretos acerca de esta se dieron a lo largo de los tres años. El resultado fue que en la mayoría de los casos la Milicia Nacional fue un cuerpo teórico y, a lo mucho, dependió de la voluntad de ayuntamientos y de sociedades liberales para lograr que en ella sirvieran un amplio grupo de ciudadanos.

 

Los Gobiernos moderados

En marzo de 1821 un nuevo Gobierno, con personajes moderados de diversa procedencia, tomó posesión con Bardají en la Secretaría de Estado. El monarca se había quejado abiertamente en las Cortes del anterior, del cual recelaba por la procedencia carcelaria de sus miembros.

Más allá de ello, las Cortes continuaron con otros aspectos que corrían amplia urgencia que se desarrollaran, como el Código Penal de junio de 1822, la ley constitutiva del ejército de 1821 y otra serie de normativa, entre ella, militar, que sería costosamente larga de especificar aquí. Otros, como el Código Civil o el de Comercio, la reforma tributaria, la división administrativa y territorial, la administración provincial y municipal, la organización ministerial y la colegialidad del Consejo de Ministros, entre otros, se comenzaron a tramitar y debatir, aunque no vieron la luz. Es cierto, por otra parte, que buena parte de todo este trabajo servirá años más tarde para volver a montar un Estado liberal.

En aquel segundo Gobierno, la situación, aparentemente pacífica, con que había transcurrido el primer año, comenzó a cambiar. El 5 de mayo de 1821 el cura Vinuesa es asesinado en la cárcel, después de que se le hubiera detenido por conspiración absolutista. Comenzaba así toda una serie de fantasmas, unas veces más corpóreos que otros, de conspiraciones de todo tipo. Los exaltados solían acusar a toda la antigua élite absolutista de trabajar para retornar al Antiguo Régimen, así como a los moderados de pactar con estos. Los moderados acusaban a los exaltados de republicanos. El propio Riego, capitán general de Aragón, fue destituido por dicha acusación.

Esto último fue utilizado por los exaltados que, arropados por las capas urbanas, organizaron populares manifestaciones por todo el país en homenaje a Riego. Suponía, en cualquier caso, el inicio de la campaña electoral para elegir los diputados de la segunda legislatura de las Cortes al año siguiente, en 1822. Las protestas acabaron por desacreditar al gobierno, el cual quedo sin la confianza de las Cortes. Las cortes reprobaron al Gobierno por su mala gestión, pero se criticó igualmente a los movimientos urbanos. La mayor parte de los miembros gubernamentales fueron sustituidos de forma provisional hasta que, en febrero de 1822, Fernando VII nombró un nuevo Gobierno. El monarca recurrió a miembros todavía más moderados. Martínez de la Rosa ocupó entonces la cartera de Estado. El nuevo Gobierno, en cualquier caso, tampoco fue del agrado de las Cortes, que comenzaban su segunda legislatura.

Por otra parte, las Cortes de la segunda legislatura no fueron ni mucho menos más radicales. A juzgar por la legislación que se aprobó, fueron continuistas de las anteriores.

La contrarrevolución se materializó en el verano de ese año. Un conjunto de sublevaciones militares en diversos puntos de España intentaron reponer el absolutismo. En la propia capital se vivió una prolongada crisis política por esta causa entre el 30 de junio y el 7 de julio. El día 30 el monarca fue aclamado como rey absoluto por la Guardia Real, delante de civiles en favor de la Constitución. Esto produjo una primera lucha entre ambos grupos. El ayuntamiento de Madrid recurrió a la Milicia Nacional para defender al Estado de lo que, en toda regla, era un golpe de Estado. La Guardia Real, lejos de achicarse, abandonó sus cuarteles y se dirigió a El Pardo. ¡Eso es rebeldía contra la Constitución y el Estado!, clamaba la diputación permanente de las Cortes ante el Gobierno y el rey. Pero no hay respuestas, la Guardia Real no es declarada en rebeldía.

El Ayuntamiento de Madrid y las Cortes asumieron en estos días el poder, ante un Gobierno que no actuaba. El Rey, mientras, se mantenía a la espera, más bien rezando para que su guardia le devolviera el poder arrebatado. De hecho, el día 3, Fernando VII propuso al Gobierno la solución absolutista. El día 7, la guardia marchó sobre Madrid. Allí esperaba la Milicia Nacional, junto con la guarnición local y otros oficiales que se encontraban sin destino, que resistieron y repelieron al real cuerpo, que acabó por retirarse.

 

El Gobierno de los exaltados

La Milicia Nacional había salvado la Constitución como su propia naturaleza indicaba. Pero si esta se había logrado imponer fue, desde luego, gracias al esfuerzo de diversos grupos liberales. De hecho, si la Milicia tuvo suficiente fuerza fue gracias a que en los meses anteriores estos mismos habían costeado, en muchas ocasiones, las armas a las clases más populares para que pudieran ingresar en ella.

El problema ahora era que el monarca y el Gobierno no habían hecho absolutamente nada para salvar a la Constitución y al Estado liberal. Esta inactividad hizo que durante la semana de los acontecimientos la función del ejecutivo prácticamente se transfirió al Ayuntamiento de Madrid y a las Cortes, lo que también fortaleció a los más exaltados que se presentaban como los auténticos defensores del orden constitucional.

La idea de establecer una regencia empezó a estar en boca de muchos. A lo largo del mes de julio, Ayuntamiento y Cortes amenazaron al monarca con ella, a no ser que diera la cara ante los acontecimientos. El cinismo del Rey no se hizo esperar: felicitó la actuación del Ayuntamiento y de las Cortes. Además, responsabilizó a los ministros de la falta de respuesta por parte del ejecutivo. El mismo día 7 se comenzó a depurar responsabilidades: la Corte, diversos políticos y el propio monarca quedaban sapilcados. Al final, quedó bloqueada la comisión de Cortes que investigaba los hechos.

Lo que estaba claro es que el Gobierno debía cambiar. Pero los meses pasaban y el monarca intentó, junto con el Consejo de Estado, evitar el nombramiento de uno nuevo. El día 5 de agosto la situación era ya insoportable. Al rey no le quedó más remedio que nombrar un gobierno. Para sorpresa de todos, los nuevos miembros eran personajes exaltados, con Evaristo San Miguel en Estado.

A estas alturas, el monarca, desde luego, había optado por el establecimiento del absolutismo, así que creyó oportuno que un gobierno radical alentaría a las potencias extranjeras para intervenir.

El nuevo gobierno actuó conjuntamente con las Cortes. Potenciaron, en cierta medida, el fortalecimiento de la Milicia Nacional con el fin de evitar o repeler nuevos ataques. Pero los exaltados no formaran, ni mucho menos, un grupo homogéneo. El Gobierno estaba formado por los elementos más moderados dentro de estos, mientras que otros, los llamados comuneros, solicitaban una radicalización de la revolución. Ya se hablaba abiertamente de democracia y republicanismo. Mientras estos se dividían, las amenazas de intervención extranjera y de contrarrevolución se convirtieron en normales. Así que el Gobierno acabó por entrar en crisis. El 19 de febrero de 1923 el monarca, aprovechando la clausura de las Cortes, intentó cambiarlo. Ante este hecho, delante de Palacio se reunió un griterío que pronunciaba intensamente «muera el rey». Era la primera vez que el pueblo rechazaba al monarca. El rey tuvo que dar marcha atrás. Y ante sorpresa de todos, el 1 de marzo, cuando las Cortes volvían a iniciar sus sesiones, el monarca anunció un nuevo Gobierno con elementos comuneros. Este gobierno jamás llegó a entrar en funcionamiento, puesto que para aquel entonces un ejército, los Cien Mil Hijos de San Luis, se encaminaba a España. Las Cortes se dirigieron a Sevilla, en donde a finales de abril reanudaban sus sesiones. Allí no se aceptó la entrada del nuevo Gobierno y se nombró otro encabezado por Calatrava.

 

De nuevo franceses por tierras españolas

No solo un nuevo Gabinete se formó; también lo hizo una Regencia ante las ya muchas y seguras sospechas de la conspiración del monarca contra la Constitución, y que culminó en la negativa de Fernando VII para trasladarse a Cádiz. Tuvo que ser llevado allí prácticamente a la fuerza.

Desde la derrota napoleónica, funcionaba la Santa Alianza. Esta alianza debía vigilar e intervenir en cualquier país en donde el Antiguo Régimen hubiera sido desplazado por una revolución. Se trataba de evitar una nueva Revolución francesa.

Desde 1821, Fernando VII esperaba como única alternativa la intervención extranjera. El propio Rey tuvo una intensa correspondencia secreta con Luis XVIII de Francia, así como con el zar de Rusia, impulsor de la Santa Alianza. Fernando les rogaba que prepararan cuanto antes una expedición para reponerle en el trono, puesto que se consideraba preso de los liberales.

En todo caso, la intervención extranjera no era tan sencilla. El rey francés no estimaba oportuno esta sin conocer qué reformas esperaba realizar Fernando VII una vez que el absolutismo fuera repuesto. Luis XVIII sabía por propia experiencia que el Antiguo Régimen no podía ser repuesto tal cual, puesto que estaría condenado a que poco después un nuevo brote liberal surgiera. Pero no parece que los partidarios españoles del absolutismo estuvieran dispuestos a realizar ninguna concesión de este tipo. Al final, en 1822, las potencias europeas reunidas en el Congreso de Verona aprobaron la intervención militar –a excepción de Inglaterra, puesto que como es sabido poseía un régimen parlamentario-.

El 7 de Abril de 1823, los Cien Mil Hijos de San Luis entraban en España. Desde San Sebastián y Vitoria se dirigieron a Madrid, sin que hubiera resistencia significativa. Desde allí al valle del Ebro. Ni Mina, La Bisbal, Ballesteros, Villacampa, entre otros, lograron resistir. Ni tampoco se consiguió el apoyo civil. Esta vez la presencia francesa no hizo recelar a los españoles, puesto que el Rey, por el que en la Guerra de la Independencia se habían levantando, seguía en España y, supuestamente, reinando.

A mediados de año, Cádiz –en donde las Cortes y el monarca se encontraban- estaba sitiada como en tiempos pasados. Muchos diputados consideraron que, ante la incapacidad para recuperar el país, la mejor opción era que Fernando VII abandonara la ciudad a cambio de que en el futuro iniciara reformas y obviara castigo alguno para los liberales. El 1 de octubre el monarca desembarcó en el Puerto de Santa María. Lo hacía como monarca absolutista en un país que desde los meses anteriores había retornado a las instituciones anteriores. Todo había terminado.

 

BIBLIOGRAFÍA

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