Historia Contemporánea de España

La Guerra de la Independencia

Comenzar a hablar de la Guerra de la Independencia (1808-1814) supone tratar brevemente del reinado de Carlos IV y, en especial, de Godoy. Las actuaciones de este último fueron decisivas para que la Francia de Napoleón acabara ocupando el territorio español, la posterior abdicación de los borbones, y el establecimiento en el trono español de José Bonaparte, hermano del Emperador. Y en conjunto, el levantamiento de una nación, la española, contra los franceses, que dio lugar a una guerra que la tradición la bautizaría como «Guerra de la Independencia», que la mitificaría y la adaptaría a las circunstancias del liberalismo.

 

Prolegómenos de la Guerra

Al igual que la Francia prerrevolucionaria, y de la misma manera que todos los Estados europeos, España se encontraba inmersa en un sistema político que recibió, una vez finalizado éste, el nombre de Antiguo Régimen, caracterizado por una estructura económica basada en una agricultura tradicional, una sociedad dividida en estamentos -nobleza, clero y tercer Estado-, y un sistema político absolutista en que el rey ostentaba toda la soberanía.

Carlos III había realizado numerosas reformas inspirándose en la Ilustración, pero bajo el lema de los monarcas ilustrados que se traduce en la frase tópica, y no menos cierta, «todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Dicho de otra manera, de ninguna manera se intentaba tocar el poder absoluto del monarca.

Carlos III murió en 1788, y le sucedió su hijo Carlos IV , que tuvo que vivir todo su reinado bajo la sombra de la Revolución francesa, que comenzaba en 1789, observando cómo su propia casa, la de Borbón, era primero desposeída del poder absoluto en Francia, luego se prescindía del monarca francés, y posteriormente de la propia cabeza de éste. Si desde la llegada de la casa borbónica al trono, con Felipe de Anjou -que se convirtió en Felipe V-, España y Francia habían llevado unas actuaciones y política similares –los pactos de familia-, el destino de España y de la monarquía seguirían estando estrechamente relacionadas con el vecino francés.{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=84|float=left}

Si Luis XVI se había visto obligado a convocar los Estados Generales, por su acuciante déficit, Calos IV había hecho lo propio en España convocando en el mismo año, 1789, las Cortes, aunque con el objetivo principal de que estas juraran a su hijo, el futuro Fernando VII, por ahora príncipe de Asturias. Sin embargo, en Francia los Estados Generales derivaron en una situación que se escapó al control del monarca, desembocando en la Revolución. En España, Carlos IV –y sus principales asesores, en especial el entonces Secretario de Estado Floridablanca-, disolvieron velozmente las cortes españolas con el fin de que no hubiera un contagio. Y la cosa no quedaba ahí, Floridablanca, proveniente de la ilustración de Carlos III, cambió su política ilustrada rápidamente con el fin de mantener a raya cualquier idea proveniente de Francia. Decretos y órdenes gubernamentales se sucedieron entre esta fecha y 1792, que iban encaminadas a impedir la entrada de libros y panfletos, cierre de colegios franceses, control de ciudadanos galos residentes en España, censura de prensa, cierra de periódicos, y revitalización de la Inquisición como instrumento que apoyara la persecución de toda idea revolucionaria.

Pero el problema político español no venía de fuera, en el interior de la propia Corte, cuya atmosfera de ilustración había dado a su fin, las conspiraciones por conseguir el favor del monarca se acentuaban. En 1792 caía Floridablanca, en parte por las propias conspiraciones de la reina, María Luisa, y del amante de ésta, Godoy. La Secretaría de Estado –que en sí era la presidencia del gobierno- fue ocupada por el Conde de Aranda. Éste llegaba en un momento extremo para Francia, Luis XVI había sido destronado, y muchos eran en España los que estaban a favor de una intervención en el país galo para restaurar la normalidad. Aranda, sin embargo, prefería mantener la neutralidad, que incluso se podía traducir en una nueva alianza –que sustituía a los pactos de familia- para combatir al enemigo común, Inglaterra, como ya se había hecho antaño. Una nueva conspiración acabó con Aranda, y María Luisa y partidarios de la guerra con Francia convencían al Rey para que Godoy se convirtiera en el nuevo Secretario. Aunque la decisión llevó también al recelo de muchos, en especial de la alta nobleza, que observaban como Godoy se hacía cargo de la política española, cuando había comenzado como un mero soldado, y por todos era sabido que su fugaz ascenso se debía más por su destreza en la cama de la reina que por su capacidad política o militar. Para acentuar el odio de la nobleza tradicional, se le daba el flamante título de duque de Alcudia.

Godoy trató de intermediar, sin éxito, en la ejecución de Luis XVI, que aconteció en enero de 1793, lo que le llevó a declarar la guerra a Francia. La guerra, que pasó a los anales de la Historia bajo el nombre de Guerra de los Pirineos, acabó dos años después con la imposición del ejército francés de la Convención sobre el español. En 1795, Godoy tenía que firmar la Paz de Basilea, que suponía perder plazas en los Pirineos, así como la isla de Santo Domingo, y varios acuerdos secretos de comercio. La derrota española se podía traducir como la caída de Godoy, pero por esas paradojas de la Historia, lo que para todos suponía el desprestigio del Secretario, para los que rodeaban a éste, la derrota se tradujo en un sonoro y ridículo título que fue entregado a Godoy: «Príncipe de la Paz».{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=82|float=right}

Y es que quizás Godoy supo manejar bien los hilos, convirtiendo la derrota en una victoria, y la guerra en una alianza. En efecto, en 1796, Francia y España firmaban una alianza, llamada Primer Tratado de San Idelfonso, en el que España –tal y como pensaba años antes Aranda- se comprometía a entrar en guerra contra Inglaterra. Aunque ello no trajo mejor suerte para España, ya que al año siguiente, la flota española, junto con la francesa, acabó siendo derrotada por los ingleses en el Cabo de San Vicente, en Isla de Trinidad. Godoy acabó por presentar su dimisión en 1789, después de ser presionado por sus oponentes en la Corte.

Distintos secretarios, con una vertiente ilustrada, como fueron Saavedra, Jovellanos y Urquijo, se hicieron cargo del país, afrontando el principal problema que éste venía sufriendo desde hacía tiempo: la deuda. Curiosamente, como en Francia, el despilfarro de la monarquía borbónica, distintas guerras en los años anteriores, a lo que se sumaron las penosas actuaciones de Godoy, habían acumulado una deuda de 4.100 millones de reales en 1801, cuando el presupuesto anual no superaba los 750 millones de reales. Como le habían advertido a Luis XVI en Francia, la única posibilidad era la de eliminar el privilegio de la nobleza de no pagar impuestos. Ello, evidentemente, no iba a ser aceptado tampoco por el monarca español. Para intentar solucionarlo el problema presupuestario, se comenzó una política de desamortización de bienes de la Iglesia, pero más allá de solucionar algo, lo empeoró. Por una parte, las únicas propiedades desamortizadas fueron las de hospicios, orfanatos y casas de misericordia, que eran las únicas instituciones que cumplían una misión social con los menos favorecidos. Desposeídas de las propiedades que las financiaban, no pudieron continuar con esta importante función. Además, la venta de estos bienes no solucionó el déficit estatal, más allá de que algunos grandes terratenientes aumentaran sus dominios.

Godoy volvió al poder en 1801, después de que en 1799 Napoleón Bonaparte se hiciera con el poder en Francia, y obligara a la firma de un Segundo Tratado de San Ildefonso en 1800. Godoy estaba ahora apoyado por Napoleón, aceptando dirigir la guerra contra Portugal, para que el país luso –aliado de los ingleses- cumpliera el Bloqueo Continental que había decretado Napoleón contra Inglaterra. La guerra con Portugal, llamada de las Naranjas, fue un éxito total –especialmente para Godoy que se presentó como un experto general-, que acabó con la firma de la Paz de Badajoz. A esta guerra le vino otra en 1803, ahora contra Inglaterra, en la que España perdió toda su flota en Trafalgar. La batalla acontecía en 1805, y supuso a largo plazo la pérdida del control colonial español, ya que sin flota no se podían mantener las rutas comerciales con América, y prácticamente la capacidad de controlar las colonias, que acabarían años después independizándose.{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=79|float=left}

Por otra parte, Trafalgar supuso también que Godoy tuviera que abandonar el poder de nuevo, o al menos fue la gota que desbordó el vaso, puesto que ya hacía tiempo que gran parte de la nobleza y de la Iglesia habían formado un núcleo de oposición a éste, presidido por el príncipe heredero, Fernando. Para aquel entonces la situación del país era más que agonizante. En 1808, la deuda era ya de 7.200 millones de reales, y se produjo una crisis demográfica como consecuencia de la coyuntura agraria, así como la paralización del comercio, que hizo que creciera el precio del pan, viendo los comerciantes como sus negocios iban a pique, pese a que el bloqueo con Inglaterra era continuamente burlado.

Todo el país estaba contra Godoy, al que echaban la culpa de todas las desgracias, y veían en Fernando a la única personal que podía frenarlo, quien formó una camarilla alrededor suyo que tenía como objetivo destronar a su padre. En octubre de 1807, una primera conspiración fue descubierta, aunque Fernando acabaría siendo perdonado por el monarca en el llamado proceso de El Escorial. En apariencia, como hará a lo largo de su reinado, Fernando no dudó ni un momento en expresar todo lo contrario a lo que sentía. Así solicitaba el perdón a su padre, después de haber delatado a otros tantos que le seguían: «Señor: Papá mío: he delinquido, he faltado a V.M. como rey y como padre; pero me arrepiento, y ofrezco a V.M. la obediencia más humilde, nada debía hacer sin noticia de V.M., pero fui sorprendido. He delatado a los culpables, y pido a V.M. me perdone por haber mentido la otra noche, permitiendo besar sus reales pies su reconocido hijo. Fernando». (Gaceta de Madrid, 7 de noviembre de 1807)

Todo era mentira, no estaba arrepentido en absoluto, y hubo una segunda intentona en 1808. En aquel año, Napoleón Bonaparte quería más que nunca que el Bloqueo Internacional se llevara a cabo por todos los territorios europeos, y observando que España no ponía las suficientes medidas, y que necesitaba pasar sus ejércitos para llegar a Portugal –la cual seguía sin cumplir los deseos franceses-, Napoleón firmó con España el Tratado de Fontainebleau. Se pretendía dividir Portugal en tres partes. El norte sería para el rey de Etruria, en recompensa a la incorporación de Toscana a Francia, cuyo rey era nieto de Carlos IV. El sur, las regiones de El Algarve y El Alentejo, pasarían a Godoy, mientras que el centro se decidiría al finalizar la guerra. Pero todo Portugal quedaba bajo la protección del Rey de España, lo que suponía prácticamente una reunificación peninsular, algo que la Corte de Madrid vio con buenos ojos.

Poco después, el general Junot entraba en España camino de Lisboa, a la cual llegaba rápidamente, haciendo que Juan de Braganza, príncipe regente, huyera a Brasil. Y posiblemente Napoleón pretendía en aquel momento controlar, de una forma o de otra, España. El Emperador debía opinar que Carlos IV y su gobierno no tenían capacidad para mantener al país –o al menos para hacer cumplir su voluntad-, y desde luego su opinión se debió consolidar antes los acontecimientos que padre e hijo –Fernando y Carlos IV- protagonizaron primero en el proceso de El Escorial, y, poco después –ya con las tropas francesas transitando por España-, en el Motín de Aranjuez.{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=85|float=right}

Aunque, por otra parte, el Motín de Aranjuez estuvo fomentado por la propia presencia francesa en territorio español. Desde el principio se observó, sobre todo por parte del propio pueblo, una postura más de invasión, que la de solo atravesar el país. Mucho se temieron que Napoleón quería ocupar España, sobre todo cuando las tropas continuaban cruzando la frontera, hasta un total de 65.000 efectivos en aquel momento, y que fueron puestas bajo la dirección de Murat, Gran Duque de Berg y cuñado del Emperador.

Así que, de nuevo, una parte de la élite buscó el apoyo de Fernando, para acabar con Godoy y Carlos IV. Del 17 al 18 de marzo de 1808 una multitud tomó el palacio de Godoy en Aranjuez, así como el Palacio Real en aquel lugar, hasta que Carlos IV abdicó en su hijo, quien se convirtió en Fernando VII. Pero antes de continuar, hay que explicar la extensión social que ambas conjuras protagonizadas por el ya rey Fernando. ¿Se puede considerar que solo fue una conjuración de palacio? En primer lugar, suponen la confrontación de una élite tradicional, y unos nuevos individuos que habían entrado en la Corte. Godoy suponía ese nuevo elemento, quien había introducido a sus principales seguidores en los puestos del Estado, y que suponía un desplazamiento de la nobleza tradicional. Estos últimos fueron los que vieron en Fernando la vuelta a la normalidad.

Pero, por debajo de esa lucha de palacio, subyace un problema latente, una crisis a todos los niveles que estaba socavando a las clases populares, y que vieron también en Fernando la solución a ella. Así, tuvieron un apoyo popular, que es totalmente evidente en el Motín de Aranjuez, que fue, sin duda alguna, una revuelta social, más que una revuelta de privilegiados.

 

2 de mayo: una nación en armas

Cuando el Motín de Aranjuez se produjo, era evidente que Napoleón había establecido en el norte peninsular las suficientes tropas como para controlar toda la Península, y llegar a Madrid lo antes posible. Murat, el 23 de marzo de 1808, entraba en Madrid, antes de que Fernando VII llegara a la capital para hacerse cargo efectivo del trono. Lo cierto es que Fernando VII, en aquel momento, consideró que podría controlar la situación, y así emitía un bando el 2 de abril, con el fin de tranquilizar al pueblo sobre la presencia francesa: «Y como esta perjudicial conducta […] nace quizá en algunos de una infundada y ridícula desconfianza acerca del intento con que dichas tropas permanecen en la corte y en otros pueblos del reyno, no puede menos de advertir y asegurar por última vez a sus vasallos que deben vivir libres de todo rezelo en esta parte, y que las intenciones del gobierno francés, arregladas a las suyas, lejos de amenazar la menor hostilidad, la menor usurpación, son únicamente dirigidas a executar los planes convenidos con S.M contra el enemigo común».

Napoleón ideó entonces una reunión con la familia real. La camarilla de Fernando le aconsejó reunirse con Napoleón con el fin de que este le apoyara en el trono. Tras varitas citas que no llegaron a realizarse, Fernando llegaba finalmente a Bayona el 20 de abril, y en los días siguiente lo hacía Godoy y Carlos IV. Allí se produjo uno de los espectáculos más esperpénticos de la historia. Napoleón intentó la abdicación de la familia real al completo en su favor, sin embargo, Fernando VII, que fue convencido finalmente, prefirió hacerlo en Carlos IV, quien a su vez lo hizo a favor de Napoleón, y éste a su vez lo hizo en Luis –hermano del Emperador-, que rechazó la corona, pasando luego a su otro hermano, José –por aquel entonces rey de Nápoles-, que la aceptó el 6 de junio.{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=86|float=right}

Pero las abdicaciones no se hicieron a cambio de nada. Básicamente padre e hijo vendieron la corona, para retirarse apaciblemente a Francia –Carlos IV recibió 30 millones de reales, y Fernando VII pasaría durante los años de la guerra un dorado retiro en el castillo de Valençay-. Así decía parte del documento, por el que se formalizaba la abdicación:

«He tenido a bien dar a mis amados vasallos la última prueba de mi paternal amor. Su felicidad, la tranquilidad, e integridad de los dominios que la divina providencia tenía puestos bajo mi gobierno han sido durante mi reinado los únicos objetos de mis constantes desvelos. Cuantas providencias y medidas se han tomado desde mi exaltación al trono de mis augustos mayores, todas se han dirigido a tan justo fin, y no han podido dirigirse a otro. Hoy, en las extraordinarias circunstancias en que se me ha puesto y me veo, mi conciencia, mi honor y el buen nombre que debo dejar a la Posteridad, exigen imperiosamente de mí que el último acto de mi Soberanía únicamente se encamine al expresado fin, a saber, a la tranquilidad, prosperidad, seguridad e integridad de la monarquía de cuyo trono me separo, a la mayor felicidad de mis vasallos de ambos hemisferios

Así pues, por un tratado firmado y ratificado he cedido a mi aliado y caro amigo el Emperador de los franceses todos mis derechos sobre España e Indias; habiendo pactado que la corona de las Españas e Indias ha de ser siempre independiente e íntegra cual ha sido y estado bajo mi soberanía, y también que nuestra sagrada religión ha de ser no solamente la dominante en España, sino también la única que ha de observarse en todos los dominios de esta monarquía. Tendréislo entendido y así lo comunicareis a los demás consejos, a los tribunales del reino, jefes de las provincias tanto militares como civiles y eclesiásticas, y a todas las justicias de mis pueblos, a fin de que éste último acto de mi soberanía sea notorio a todos en mis dominios de España e Indias, y de que conmováis y concurran a que se lleven a debido efecto las disposiciones de mi caro amigo el Emperador Napoleón, dirigidas a conservar la paz, amistad y unión entre Francia y España, evitando desordenes y movimientos populares, cuyos efectos son siempre el estrago, la desolación de las familias, y la ruina de todos.

Dado en Bayona en el palacio imperial llamado del Gobierno a 8 de mayo de 1808. Yo el Rey. Al Gobernador interino de mi consejo de Castilla». (Gaceta de Madrid, 14 de junio de 1808)

Mientras todo ello sucedía, de hecho antes de que se produjeran las abdicaciones, las sospechas del pueblo madrileño de que la familia estaba secuestrada, tomaban mayor veracidad. En especial, los acontecimientos se precipitaron cuando, el 2 de mayo, el resto de la familia borbónica salió de Madrid. Se produjo entonces un levantamiento popular contra los franceses, que se convirtió rápidamente en una lucha por el retorno del rey, Fernando, que a partir de entonces pasó a ser conocido como «el Deseado». Los franceses cargaron contra el pueblo, convirtiéndose en una auténtica matanza, a lo que siguió una feroz represión, de acuerdo al bando emitido por Murat ese mismo día:

«Orden del día: Soldados: mal aconsejado el populacho de Madrid, se ha levantado y ha cometido asesinatos. Bien sé que los españoles que merecen el nombre de tales han lamentado tamaños desórdenes, y estoy muy distante de confundir con ellos a unos miserables que solo respiran robos y delitos. Pero la sangre francesa vertida clama venganza. Por lo tanto mando lo siguiente: […] 2. Serán arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido presos con armas. 3. La Junta de Gobierno va a mandar desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los moradores de la corte, que pasado el tiempo prescrito para la ejecución de esta resolución, anden con armas, o las conserven en su casa sin licencia especial, serán arcabuceados. 4. Todo corrillo que pase de ocho de ocho personas, se reputará reunión de sediciosos y se disipará a fusilazos. 5. Toda villa o aldea donde sea asesinado un francés será incendiada. 6. Los amos responderán de sus criados, los empresarios de fábricas de sus oficiales, los padres de sus hijos y los prelados de conventos de sus religiosos. […]» (Gaceta de Madrid, 6 de mayo de 1808).

Pero para aquel entonces, lo que había comenzado en Madrid se extendió. El Alcalde de Móstoles emitió, también el día 2, el bando siguiente: «Señores Justicias de los pueblos a quienes se presente este oficio de mi el alcalde de Móstoles. Es notorio que los franceses apostados en las cercanías de Madrid y dentro de la corte han tomado la defensa sobre este pueblo capital y las tropas españolas; como españoles es necesario que muramos por el Rey y la paria, armándonos contra unos pérfidos que so color de amistad y alianza nos quieren imponer un pesado yugo, despues de haberse apoderado de la augusta persona del Rey; procedamos, pues, a tomar las activas providencias para escarmentar tanta perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos alentándonos, pues no hay fuerzas que prevalezcan contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son. Dios guarde a V.M. muchos años. Móstoles, 2 de mayo de 1808. Andrés Torrejón. Simón Hernández».

El bando llegó a las principales ciudades, y en los días siguientes el país enteró estaba totalmente convencido de que la monarquía estaba presa en Francia, y negaban obediencia a la Junta de Gobierno y al Consejo de Castilla –que en ningún momento negaron la legalidad de las abdicaciones- , y cualquier otra institución bajo el poder francés, o que aceptara a éste. Por primera vez el pueblo español se adueñaba de la soberanía, ante el vació de poder, y lo institucionalizaba bajo la forma de Juntas Locales, que pocas semanas después se habían organizado en Juntas Provinciales. En ellas estaban personajes, en muchos casos elegidos popularmente por el pueblo, procedentes de todas las clases e ideología: aristócratas, clérigos, militares, labradores, y todos aquellos que en esas semanas habían destacado en la resistencia al francés.{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=77|float=left}

Pero el pueblo, ante todo, siguió confiando en quienes anteriormente habían desempeñado puestos de poder, y que se negaban a aceptar al francés. Fueron individuos como Floridablanca y Jovellanos, que fueron los principales artífices de la formación de la Junta Suprema Central, que fue presidida por el primero, y que estaba organizada ya a finales de verano. La junta estaba compuesta también por ilustrados, como el propio Jovellanos, y por liberales. Todos ellos tenían dos objetivos, organizar la resistencia, y hacerse cargo del poder político bajo la soberanía de la Junta. Y de hecho, y aunque hablaré en otro momento de ésta, la Junta tuvo un importante papel en la reforma política, pues eran conscientes todos que el absolutismo, por mucho que gobernaran en nombre del rey, no podía mantenerse. Así se reunió una comisión de Cortes, que debía en un corto plazo de tiempo, convocar elecciones y constituir unas Cortes, que acabaron por ser constituyentes, para elaborar la futura Constitución. Se optó por un sufragio universal masculino de los mayores de 25 años, y ante las dificultades, finalmente se logró en 1810 realizar la convocatoria, con una única cámara. Aunque en ese tiempo, la Junta se había disuelto en Cádiz, y el gobierno había pasado a un Consejo de Regencia, que continuó con las elecciones a Cortes, que finalmente se abrieron el 24 de septiembre de 1810. Como decía Modesto Lafuente, en su introducción de la Historia de España –insigne obra de la España liberal y decimonónica-: «Era un cuadro magnifico y grandioso el de las cortes de Cádiz, deliberando impávidas bajo el estruendo del cañón…».{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=81|float=right}

Lo más importante de todo es que era el pueblo quien había cogido las riendas del poder, de la soberanía, en un Estado que hasta entonces había sido absolutista, pero que al mismo tiempo solicitaba la vuelta de su monarca. En el fondo, no solo se estaba luchando contra el francés, una gran parte lo hacían por cambiar el sistema político. Paradójicamente, las ideas de igualdad y libertad, que al fin y al cabo habían nacido en Francia, no eran rechazadas.

 

El desarrollo de la guerra

En cuanto al desarrollo de la guerra, era evidente que la relación de fuerzas era totalmente desequilibrada. Francia poseía un amplio ejército que llegó a contar con 300.000 soldados en la Península, frente a un ejército español compuesto por unos 100.000 hombres, que en los primeros momentos no supieron a quién servir.

Pero en todo caso, el ejército español acabó por mostrar una mayor moral y resistencia, mientras que el ejército francés en la península, a excepción del momento en el que Napoleón se trasladó con la Grand Armée, fueron tropas de segunda fila, que demuestra que el Emperador subestimo la capacidad española, no antes de iniciarse la resistencia, sino también después. Muchos de estos soldados, además, no tenían experiencia, y muchos habían sido reclutados a la fuerza –en especial las unidades que procedían de distintas nacionalidades-. Y el mando francés tampoco estuvo a la altura de lo que Napoleón podría esperar, en especial porque sus generales no estuvieron de acuerdo entre ellos, al igual que ninguno lo estaba con el que, a todos los efectos, era el monarca español: José I.

Por su parte, España no solo poseía un reducido ejército, sino que podía contar ahora con una nación entera que iba a resistir al francés, por malas que fueran las circunstancias, como demuestran heroicos episodios –cabe destacar los sitios de Zaragoza, en donde fue el pueblo el verdadero protagonista, más allá de destacados personajes que fueros más tardes alzados a la categoría de héroes-. Y la participación del pueblo se plasmó en algo que se conoció como la «guerrilla», pequeños grupos armados, y que eran apoyados por el resto de la población, que atacaba por sorpresa los intereses franceses, ante los que el enemigo no podían responder. Además, con una población contraria a los franceses, estos no pudieron abastecerse sobre el terreno, como era habitual en el ejército napoleónico.

No merece la pena entrar en exhaustivos detalles sobre el desarrollo de la guerra, más allá de dar una explicación que haga comprender el acontecimiento. Esta se puede dividir en cuatro fases. La primera de ellas se da en los primeros meses del enfrentamiento bélico, en donde los franceses tuvieron que acudir a numerosas ciudades que resistían contra el poder francés, destacando Zaragoza y Gerona. Los éxitos, a lo largo de estos meses, fueron franceses, hasta que el 19 de julio, el general Dupont fue derrotado por el ejército español en Bailén. A simple vista, una derrota no podía suponer nada para los franceses, sin embargo, moralmente suponía demasiado, pues era la primera vez que el ejército napoleónico sufría una derrota. La noticia recorrió Europa –»los ecos de Bailen» como muchos historiadores lo llaman-, y animó a otros tantos pueblos a iniciar la sublevación, pues el ejército francés ya no era inmune a la derrota. A ello se le debe sumar el abandono, el 14 de agosto, del general Verdier del sitio de Zaragoza, ante la incapacidad para tomar la ciudad. Y una tercera derrota fue la dada en Lisboa, esta vez por parte de las tropas del inglés sir Arthur Vellesley, que derrotaba el 30 de agosto al general Junot. No es de extrañar que José Bonaparte tuviera que abandonar el 20 de julio Madrid, ocho días después de su llegada a la capital.{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=80|float=right}

Pese a todos los golpes que los franceses recibieron, el ejército español no estaba en posición de continuar su marcha hacia el norte después de la victoria de Bailen. Para aquel entonces, el propio Napoleón llegó a España con 150.000 veteranos de su ejército, después de que el Zar ruso firmara con el Emperador el tratado de Érfurt, en noviembre de 1808, para garantizar la frontera este del Imperio.

Comenzó una segunda fase bélica, que se puede definir como una guerra de conquista, en la que los éxitos son del propio Napoleón. Este llegó hasta Burgos, y luego hasta Madrid, sometiendo a cualquiera que le pusiera resistencia. El 4 de diciembre, Napoleón entraba en la capital española, pese a la resistencia de sus habitantes. Allí repuso a su hermano en el trono, al tiempo que intentó iniciar reformas en el país, con el fin de garantizarse el apoyo popular. Multitud de decretos y leyes fueron emitidos, en este contexto, con reformas sociales y económicas. Tras ello, Napoleón salió de Madrid, y se enfrentó al ejército inglés, esta vez al mando de Moore, quien fue derrotado en Galicia. Después, el Emperador salió apresuradamente de España para hacer frente a un levantamiento en Austria.{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=87|float=left}

Pese a todo, el ejército español aún existía, principalmente porque éste se encontraba en el sur –de donde no se había movido-, lugar que aún controlaba la Junta. A comienzos de 1809, la guerra entra en un proceso de desgaste, en la que ninguno de los bandos puede proseguir. Aparecen ahora las guerrillas, que serán las protagonistas de la guerra, y que acabarán siendo un verdadero ejército en 1814, reglamentadas por la Junta.

Las únicas batallas reales fueron las protagonizadas por los ingleses, como la de Talavera, en donde el inglés Bellesley se ganó el título de duque de Wellington. La de Ocaña, en la que el mariscal Soult derrotó a un ejército que intentaba liberar Madrid, y que fue la que obligó a la Junta Suprema a trasladarse a Cádiz, ya que este consiguió rápidamente apoderarse de Andalucía. Solo Cádiz podía resistir por su situación, y porque todos los recursos militares españoles fueron llevados allí, así como la escuadra inglesa que protegía la ciudad. Y parece que los gaditanos no perdieron la moral, como demuestra una copla del momento:

«Con las balas que tira

el mariscal Sul

hace la gaditana

mantilla de tul.

con las bombas que envían

los fanfarrones

hace la gaditana

tirabuzones».{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=78|float=left}

 

La caída de Napoleón

Pese a todo, en marzo de 1811, la guerra entró en una cuarta fase. En esa fecha se daba la derrota francesa de Torres Vedras. Los franceses abandonaron Portugal definitivamente, al tiempo que Wellington avanzaba por el sur de España. Ello fue debido, en especial, a los problemas que comenzaban para Napoleón en el este europeo, lo que hizo que tuviera que retirar 50.000 hombres de España para trasladarlos al frente ruso. Ello hizo que las tropas inglesas también pudieran recuperar el norte, donde consiguieron otra victoria en los Arapiles. Jose I abandonaba Madrid y se dirigía a Valencia, volviendo poco después, gracias a una reorganización de sus tropas.

Pero Napoleón tenía cada vez mayor necesidad de abastecer de hombres el frente ruso, y acabó por retirar de España la mayoría de su ejército, hasta que quedaron solo 100.000 soldados francés, frente a los 200.000 que componía el ejército inglés y español en conjunto. El 21 de junio, la batalla de Vitoria hizo que José I abandonara España definitivamente, mientras el ejército francés iba retirándose hacia Francia tras sufrir numerosas derrotas. Napoleón, presionado por las tropas ingleses en su propio territorio –pese a que Cataluña aún permanecía bajo control francés-, acabo firmando el tratado de Valençay –noviembre de 1813-, devolviendo la corona a Fernando VII. En Marzo de 1814, Fernando volvía a España, y el 8 de abril se firmaba el armisticio en Toulosue.{phocagallery view=category|categoryid=10|imageid=89|float=left}

La guerra supuso la devastación del país, que debía ser reconstruido en medio de la amplia deuda que había ocasionado esta. Y ni siquiera se obtuvo ningún tipo de beneficio en el congreso de Viena, en el que los diplomáticos españoles no pudieron hacer otra cosa que escuchar.

 

¿Realmente una guerra por la independencia?

Extraña pregunta ésta. Pero es la que, no hace mucho, se hicieron algunos historiadores, y que, como muy a menudo sucede, no ha sido difundida en muchos manuales. Basándome principalmente en el artículo José Álvarez Junco, «La invención de la Guerra de la Independencia», que escribió en 1998 en la Revista Claves, se puede observar claramente que el término «independencia» y todo lo que el conlleva fue una invención posterior, y no contemporáneo a la guerra. Sin pretender alargarme mucho, comentaré algunos puntos del dicho artículo.

En primer lugar, la Guerra de la Independencia, bajo este título fue una invención del liberalismo decimonónico. Una España nacionalista que debía buscar en la Historia su afirmación –sus raíces-, como cualquier otro nacionalismo. El acontecimiento trataba de reafirmar la unión de España como nación soberana e independiente que no estaba dispuesta a estar sometida bajo ningún otro Estado.

Pero para que la Guerra de la Independencia hubiera sido tal, debería haber primero una destrucción del Estado español, y en ningún caso Napoleón intentó una anexión del país. Lo que se produjo fue un cambio de monarquía, legal a todos los efectos. Y al fin y al cabo, la monarquía era lo que representaba al Estado, independientemente de la dinastía que la ocupara. Y de hecho, tan solo hacía cien años en aquel entonces que la monarquía de los Austrias había sido sustituida por la casa de Borbón, con una guerra en la que también ejércitos franceses habían estado en España. Sin embargo, ello nunca dio a entender que existiera ningún tipo de dependencia con Francia. Así, la monarquía de José I y sus reformas no iban en ningún caso a crear de España una prolongación de Francia. De hecho, Napoleón se presentó a los españoles mediante este comunicado:

«Napoleón, Emperador de los franceses, rey de Italia, etc., etc., a todos los que las presentes vieren, salud.

Españoles: después de una larga agonía, vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros males y voy a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro poder hacen parte del mío.

Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de las Españas; yo no quiero reinar en vuestras provincias; pero quiero adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de vuestra posteridad.

Vuestra monarquía es vieja: mi misión se dirige a renovarla; mejoraré vuestras instituciones, y os haré gozar de los beneficios de una reforma sin que experimentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones.

Españoles: he hecho convocar una asamblea general de las diputaciones de las provincias y de las ciudades. Yo mismo quiero saber vuestros deseos y vuestras necesidades.

Entonces depondré todos mis derechos, y colocaré vuestra gloriosa corona en las sienes de otro. Yo mismo, asegurándoos al mismo tiempo una Constitución que concilie la santa y saludable autoridad del Soberano con las libertades y privilegios del pueblo.

Españoles: acordaos de lo que han sido vuestros padres, y mirad a lo que habéis llegado. No es vuestra la culpa, sino del mal gobierno que os regía. Tened suma esperanza y confianza en las circunstancias actuales; pues yo quiero que mi memoria llegue hasta vuestros últimos nietos y que exclamen: Es el regenerador de nuestra patria.

Dado en nuestro palacio imperial y real de Bayona a 25 de mayo de 1808.

-Firmado: Napoleón. Por el Emperador el ministro secretario de Estado Hugo B. Maret». (Gaceta de Madrid, 3 de junio de 1808)

En segundo lugar, la guerra fue básicamente un enfrentamiento entre ingleses y franceses –España solo estuvo presente mediante la guerrilla-, que fueron los protagonistas de las grandes batallas. España fue más bien el campo de enfrentamiento de un conflicto mayor. Es absurdo pensar que los ingleses prestaran algún apoyo a España por una hipotética independencia, sino que todas sus actuaciones fueron encaminadas a lograr su propia victoria frente a Napoleón.

Por otra parte, como ya se ha dicho, la monarquía y administración de José I eran legítimas, y muchos fueron los españoles, en especial la élite, que le apoyaron –los llamados afrancesados-. Hay que recordar que las principales instituciones recibieron al nuevo monarca con todos los honores que tal dignidad requería. Y en la teoría, la resistencia española puede entenderse como una rebelión contra el legítimo poder, y con ello una guerra civil a todos los efectos.

¿Pero contra que se luchaba entonces? Muchos estaban seguros de que luchaban por mantener en Antiguo Régimen, por el mantenimiento de la tradición, o por el mantenimiento de la religión. Pero otra parte, otros opinaban que había que modernizar en todos los sentidos el país. Y algunos ilustrados mantenían sus propias ideas de una monarquía ilustrada al modo de la de Carlos III. Y como dice el autor antes mencionado, los ¡viva España! fueron menores que los ¡viva Fernando VII», así que se puede decir que se luchaba solo por una vuelta del monarca, sin definir qué tipo de rey debía ser –un rey absoluto o uno constitucional-.

Pero ante todo, el lema fue ¡mueran los franceses!». Como nos dice Santos Julia, en «Historia de las dos Españas, publicada en 2004, y que recoge estas mismas ideas: «la revolución, pues, no tuvo más remedio que definirse en oposición al francés y a todo lo que el francés representaba». Dicho de otra manera, parece más bien una lucha xenófoba contra todo lo que sonara a francés –pese a que los borbones lo eran-.

¿Cómo llamaron los contemporáneos a la guerra? En los primeros momentos, se la denominó sencillamente «la presente guerra», «la guerra española», o incluso «revolución española», y se usaron términos tales como «levantamiento», «alzamiento», «guerra contra Napoleón», «guerra contra Francia», «santa insurrección española», «nuestra sagrada lucha». De hecho, el Trienio liberal fue englobado junto con la Guerra de la Independencia bajo el titulo de «Revoluciones de España».

Será a partir de 1820 cuando se empiece a usar el término independencia, especialmente para aplicarlo a las colonias españoles en América –las cuales también usaron el término revolución para sus movimientos en un primer momento-. El término acabó por aplicarse también al caso español, aunque aquellos que habían vivido el conflicto siguieron sin utilizar nunca la palabra «independencia».

En la década de los 40 –del siglo XIX-, el término acabó por imponerse. Y no solo fue bautizada así, la guerra entró en un proceso de mitificación que se ajustaba a los parámetros del liberalismo y del nacionalismo español, con el que se podía justificar los distintos cambios de régimen –como si la Guerra hubiera supuesto la construcción de un nuevo Estado o nación-. A partir de entonces, la Guerra fue vista como la resistencia de un pueblo heroico y enraizado en el pasado; la reacción ante una España moribunda; la equiparación a una nueva reconquista, al igual que la ocupación francesa se convirtió en una nueva horda islámica que destruía el Reino visigodo. Mientras que los  sitios de Zaragoza y Gerona, entre otros, fueron alzados a epopeya nacional.

Queda, por tanto, comenzar no solo a desmentir el mito, que ya lo ha sido en parte, sino a darle la suficiente difusión, para no seguir dependiendo de una historiografía atrasada e incoherente en el siglo XXI.

 

Consulta de fuentes:

De los numerosos documentos existentes de este periodo, el Archivo Historico Nacional ha seleccionado algunos que son expuestos de forma digital en esta página: La Guerra de la Independencia

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